Los escritores y los gatos, una pasión más allá de lo literario

“No tengo biografía. Me la van a inventar los gatos que vendrán cuando yo esté, muy orondo, sentado en el redondel de la luna”. Eso tan bello escribió el argentino Osvaldo Soriano (1943-1997), en una declaración de amor de un hombre que cuando nació “había un gato esperando al otro lado de la puerta”.

Una postal típica: Julio y su gato. / Facebook

El amor por los gatos de muchos escritores a lo largo de la historia de la literatura no es excluyente. Hay quienes amaron también a los perros, pero tal vez por eso que dice el autor de Triste, solitario y final, en el sentido de que “no es posible usar al gato para nada personal, no hay manera de privatizarlos”, son estas mascotas las que adquieren un aura misteriosa que los hace responsables incluso de algunas líneas escritas por sus famosos amos.

“Un gato me trajo la solución para Triste, solitario y final. Un negro de mirada contundente, muy parecido a Taki, la gata de Chandler. Otro, el negro Vení, me acompañó en el exilio y murió en Buenos Aires. Hubo uno llamado Peteco que me sacó de muchos apuros en los días en que escribía A sus plantas rendido un Ieón. Viví con una chica alérgica a los gatos y al poco tiempo nos separamos”, cuenta Soriano.

“Para decirlo mal y pronto: hay gatos en todas mis novelas. Soy uno de ellos perezoso y distante. Aunque nunca aprendí la sutileza de la especie. Ahora mismo, una de mis gatas se lava la manos acostada sobre el teclado y tengo que apartarla con suavidad para seguir escribiendo”, agregaba en un texto prodigioso donde se dedicó a describir su profundo amor por los felinos.

EL DUEÑO DE UN ÁMBITO CERRADO COMO UN SUEÑO

No son más silenciosos los espejos / ni más furtiva el alba aventurera; / eres, bajo la luna, esa pantera / que nos es dado divisar de lejos. / Por obra indescifrable de un decreto / divino, te buscamos vanamente; / más remoto que el Ganges y el poniente, / tuya es la soledad, tuyo el secreto. / Tu lomo condesciende a la morosa / caricia de mi mano. Has admitido, / desde esa eternidad que ya es olvido, / el amor de la mano recelosa. / En otro tiempo estás. Eres el dueño / de un ámbito cerrado como un sueño.

Jorge Luis Borges y su gato Beppo. / Facebook

El poema “A un gato”, de Jorge Luis Borges (1899-1986), está seguramente dedicado a Beppo, el gato blanco que se miraba al espejo y no se reconocía, una circunstancia que inspiró unos versos celestiales que salen en La Cifra.

El gato blanco y célibe se mira

en la lúcida luna del espejo

y no puede saber que esa blancura

y esos ojos de oro, que no ha visto

nunca en la casa, son su propia imagen.

Se llamaba Beppo en homenaje a un personaje de Lord Byron, solía jugar con los cordones de los zapatos del escritor y murió en 1985, un año antes que Borges, a la avanzada edad de 15 años.

LOS GATOS DE CARLOS MONSIVAIS

A pocos días de morir, el 19 de junio de 2010, a causa de una fibrosis pulmonar, los 13 gatos de Carlos Monsiváis ocuparon espacio en las noticias. ¿Los iban a sacrificar? ¿Quién se quedaría con ellos?

La relación con dichos animales comenzó cuando el escritor tenía 10 años. Siempre dijo que acariciar el lomo de un gato era como acariciar el lomo de un tigre y según la escritora Marta Lamas, muy amiga de “Monsi”, la relación del también coleccionista de arte y sociólogo “era patológica”.

Monsi, el hombre que amaba a los gatos. / EFE

“Pío Nonoalco, Carmelita Romero, Evasiva, Nana Nina Ricci , Chocorrol, Posmoderna, Fetiche de peluche, Fray Gatolomé de las bardas, Monja desmatecada , Mito genial, Ansia de militancia, Miau Tse Tung, Miss oginia, Miss antropía , Caso omiso, Zulema Maraima, Voto de castidad, Catzinger, Peligro para México, Copelas o maullas, entre otros”, se llamaban los gatos de Carlos Monsiváis.

“En su casa de San Simón 58, en la Portales, al sur del DF, “Monsi”, como lo llamaban sus amigos, permitía que los gatos le desgarraran los suéteres, rompieran cuanto estaba a su alcance y se orinaran en sus libros. Al fin y al cabo, él era un poco como ellos: ojos pesados, aspecto desaliñado, huía de las personas que lo cansaban y era un ávido devorador de pescado”, escribió la periodista Vanessa Job en la revista emeequis.

ALANA SU LUZ AZUL Y OSIRIS SU RAYO VERDE

Cuando Alana y Osiris me miran no puedo quejarme del menor disimulo, de la menor duplicidad. Me miran de frente, Alana su luz azul y Osiris su rayo verde. También entre ellos se miran así, Alana acariciando el negro lomo de Osiris que alza el hocico del plato de leche y maúlla satisfecho, mujer y gato conociéndose desde pianos que se me escapan, que mis caricias no alcanzan a rebasar. Hace tiempo que he renunciado a todo dominio sobre Osiris, somos buenos amigos desde una distancia infranqueable; pero Alana es mi mujer y la distancia entre nosotros es otra, algo que ella no parece sentir pero que se interpone en mi felicidad cuando Alana me mira, cuando me mira de frente igual que Osiris y me sonríe o me habla sin la menor reserva, dándose en cada gesto y cada cosa como se da en el amor, allí donde todo su cuerpo es como sus ojos, una entrega absoluta, una reciprocidad ininterrumpida.

Un pequeño fragmento de Queremos tanto a Glenda es evidencia del amor que el argentino Julio Cortázar sentía por los gatos.

Hemingway y uno de sus gatos. / Especial

“Cuantos más gatos tengan más vivirás. Si tienes un centenar de gatos, vivirás diez veces más que si tienes diez. Algún día esto será descubierto y la gente tendrá mil gatos y vivirá para siempre. Es realmente ridículo.”, supo decir Charles Bukowski.

“Willis, mi gato, camina en silencio sobre las páginas de ese libro, siendo importante como es, con su larga cola con motas doradas. Hacerles entender, me dice, que los animales son realmente muy importantes en estos momentos. Dice esto y, a continuación, se come toda la comida que había estado calentando para nuestro bebé. Algunos gatos son demasiado agresivos. La siguiente cosa que querrá hacer es escribir novelas de ciencia ficción. Espero que lo haga. Ninguno de ellos va a vender”, advirtió el genial autor de Blade Runner, Philip K. Dick.

En su casa de Key West, Ernest Hemingway tenía casi 50 gatos con seis dedos, descendientes de un curioso gato de seis dedos que un capitán de marina regaló al autor de Adiós a las armas.

Sin Embargo