Terror en el espacio: 50 años del «Houston, tenemos un problema»

El 14 de abril de 1970 una explosión en un tanque de oxígeno estuvo a punto de matar a la tripulación del Apolo XIII, cuando estaban a 300.000 kilómetros de la Tierra. Con mucho ingenio, la NASA logró traerlos de vuelta.

Estado en el que quedó el módulo de servicio del Apolo XIII, después de la explosión de un tanque de oxígeno en pleno espacio / NASA

En la primavera de 1970 la apatía se extendía por el olvidadizo público estadounidense. Neil Armstrong había dado su gran paso para la humanidad el 20 de julio del año anterior, así que, cuando otro cohete Saturno V se lanzó a los cielos en abril, con la tripulación de la misión Apolo XIII a bordo, la expectación generada fue una triste sombra de glorias pasadas.

Los viajes a la Luna eran ya casi rutinarios para el respetable, si bien es cierto que seguían siendo tremendamente arriesgados para los astronautas. En noviembre del 69 alunizó la tripulación del Apolo XII y, en vista de la situación y los costes estratosféricos generados, el Congreso ya le estaba recortando alas al programa y había cancelado la misión Apolo XX.

Mientras tanto, la NASA se esforzaba por rizar el rizo y buscaba nuevas formas de demostrar el poderío técnico del país. Después de haber logrado hacer alunizajes de precisión, para la misión Apolo XIII se decidió dar formación a los tripulantes para recoger valiosas muestras lunares provistos de unos sofisticados instrumentos. De ahí el lema de la misión: « Ex luna, scientia» (de la Luna, conocimiento).

Que se sepa, la recogida de muestras geológicas nunca despertó la pasión de las masas. Pero un hecho imprevisto convirtió a la misión Apolo XIII en la segunda misión más popular del programa, por detrás de la comandada por Neil Armstrong.

James Lovell (izquierda) y Fred Haise (derecha) entrenan en Hawai, en diciembre de 1969, para un paseo lunar que no llegaron a realizar / NASA

A las 19:13:00 UTC del 11 de abril de 1970, los cinco motores F1 del gigantesco cohete Saturno se pusieron a plena potencia en la plataforma 39A de Cabo Cañaveral, en Florida, generando un empuje de 3,4 millones de kilogramos y consumiendo 13.000 litros de hidrógeno y oxígeno líquidos por segundo. A bordo viajaban el comandante, Jim LovellJack Swigert, piloto del módulo de comando (bautizado como Odissey) y Fred Haise, piloto del módulo lunar (de nombre Aquarius).

Fallo en uno de los motores

Cinco minutos y medio después, Lovell, Swigert y Haise sintieron una pequeña conmoción. En plena coreografía de órbitas y empujes, uno de los cinco motores de la segunda etapa se apagó dos minutos antes de lo previsto, por lo que los otros cuatro estuvieron funcionando 34 segundos más para poner a la nave a la altura y velocidad adecuadas. Unas dos horas más tarde, comenzó la maniobra de inyección en la órbita translunar (TLI). Nada más hacía presagiar, todavía, que el 13 iba a ser el número de la mala suerte para el programa Apolo.

La misión continuó como estaba previsto después de realizar con éxito la compleja maniobra de ensamblaje entre el módulo lunar y el de comando. De esta forma, el pequeño «tren» de naves quedaba preparado para que el módulo de comando se quedase en la órbita lunar mientras el lunar descendía a la superficie. Además, la maniobra ya permitía que la tripulación pasara de uno a otro.

En el tercer día de misión, el 14 de abril, la tripulación filmó el interior de los dos módulos, pero ninguna televisión quiso retransmitirlo. Incluso así, el comandante cumplió con su deber e hizo de maestro de ceremonias.

«La tripulación del Apolo XIII les desea buenas noches a todos, estamos a punto de acabar nuestra inspección del Aquarius y volver a pasar una agradable noche en el Odissey. Buenas noches», dijo Lovell, para una audiencia que no se encontraba ahí. La nave estaba a unos 330.000 kilómetros de la Tierra y a punto de sufrir un grave accidente.

«Houston, tenemos un problema»

Seis minutos y medio después de la retransmisión, Sy Liebergot, responsable de monitorizar en Tierra los sistemas eléctricos del módulo de comando, pidió a la tripulación que activase unos ventiladores del tanque de oxígeno del módulo de servicio, que se encontraba anclado al módulo de comando, para comprobar unas anomalías en la presión. Swigert accionó el mando.

A la izquierda, módulo lunar, a la derecha, móduo de comando (de forma cónica), anclado al módulo de servicio. El tanque de oxígeno siniestrado se encontraba en este último / NASA

Todo siguió en calma. Pero, 59 segundos más tarde, llegó la detonación: «una explosión bastante grande», según narraron los astronautas. El suministro eléctrico de la nave osciló durante unos momentos y el ordenador de abordo accionó los propulsores de altitud, para estabilizarla. Las comunicaciones se perdieron durante casi dos segundos.

26 segundos después de ese «bang», la voz de Jack Swigert resonó en los altavoces del centro de control: «Ok, Houston, we´ve had a problem here» (De acuerdo, Houston, tenemos un problema). Al cabo de varios segundos el comandante, Jim Lovell, lo reafirmó: «Houston, we’ve had a problem. We’ve had a Main B Bus undervolt». ( Aquí puedes escuchar la famosa comunicación).

Aquellas palabras significaban que los astronautas habían detectado una caída en el flujo de energía desde las baterías del módulo de servicio hasta el módulo de comando, la propia nave en sí, lo que significaba, básicamente, que el suministro eléctrico esencial estaba cayendo.

Al rato, pudieron comprobar que dos de las tres células de combustible, de las que la nave obtenía electricidad, habían dejado de funcionar.

Los problemas no dejaron de acumularse. Las lecturas en los niveles de oxígeno de los tanques, necesarios para alimentar la células de combustible, comenzaron a caer en uno de los tanques y se desplomaron en el otro.

«Estamos expulsando (…) algún tipo de gas»

Trece minutos después de la explosión, Lovell se asomó por la ventana a la izquierda del módulo y vio algo que heló la sangre de los controladores: «Estamos expulsando algo a… al espacio». Jack Lousma, Capcom en Houston, contestó: «Roger, recibimos que estáis expulsando algo». A lo que Lovell dijo: «Es algún tipo de gas».

Para ser más exactos, la nave estaba expulsando su precioso oxígeno. Lo que acababa de ocurrir es que había estallado el tanque de oxígeno número 2 y la explosión había dañado al número 1, que ahora tenía una fuga. Eso significaba que la única célula que suministraba electricidad al módulo de comando se iba a apagar en cuestión de minutos, cuando se agotase el oxígeno. Indudablemente, el objetivo primordial de la misión era traer de vuelta a los astronautas.

Controladores de vuelo en en la sala de operaciones estudiando un mapa meteorológico del sitio de amerizaje para la misión Apolo XIII / NASA

Cuando solo quedaban unos 15 minutos de energía en el módulo de comando, los controladores le pidieron a los tripulantes que pasaran al módulo lunar para emplearlo como salvavidas. Allí tenían provisiones y oxígeno y un motor, el propulsor de descenso. Podían emplearlo para empujar a la nave después de rodear la Luna y tratar de insertarla en una órbita de amerizaje en la Tierra. Una vez en las cercanías, pasarían al módulo de comando, liberarían el módulo de servicio y atravesarían la atmósfera con su escudo protector.

Rumbo a la Tierra

La clave era ahora calcular cómo y cuándo había que activar el motor de descenso. Probablemente no habría una segunda oportunidad. Los ordenadores y los matemáticos se pusieron manos a la obra.

La constelación de restos generados por la explosión que acompañaba a la nave dificultó los cálculos: todo dependía de conocer con precisión la orientación y velocidad del Apolo XIII, cosa que se solía hacer con la posición de las estrellas, pero los residuos brillaban y creaban confusión.

Así que Lovell tuvo que recurrir a la única estrella que no estaba tapada por los restos: el Sol. Orientaron la nave adecuadamente, centrando el espectacuar disco blanco de la Luna en la ventana del comandante, y se activó el motor de descenso, que estuvo quemando combustible durante unos 4 minutos y 23 segundos cruciales. Cuando se apagó, la nave ya estaba predestinada a entrar en la atmósfera y a amerizar en el Pacífico, donde aguardaba una flota de rescate capitaneada por el buque «USS Iwo Jima». Al menos en teoría.

A bordo del Aquarius había oxígeno más que de sobra: tanto en el tanque de descenso, como en los dos tanques de los motores de ascenso, como en dos mochilas llenas, que además contaban con oxígeno de urgencia.

Nada que no arregle la cinta americana

Pero incluso así, los astronautas corrían el riesgo de asfixiarse a causa de otro gas: el CO2. El módulo lunar contaba con unas latas llenas de pastillas de hidróxido de litio para absorber el dióxido de carbono expulsado por la respiración de los tres tripulantes, pero solo cubrían 45 horas, cuando el vuelo iba a durar el doble. En el módulo de mando Odissey había más de estas latas, pero su forma no era la adecuada y no encajaban con el equipo del módulo lunar.

Personal de control sostiene el «buzón», la chapuza que solucionó el problema del CO2 y evitó la asfixia de los astronautas / NASA

Los ingenieros se pusieron manos a la obra. En un alarde de ingenio digno de MacGyver, aprovecharon todo lo que había en la nave para aprovechar esas pastillas y evitar la agónica muerte de los astronautas. Lograron tener resuelto el problema en una hora. Empleando fundas de plástico de manuales, cinta americana y un tubo de plástico, lograron crear un «adaptador» y un puente que permitió que los peligrosos niveles de CO2 bajaran en el módulo lunar. El invento recibió el nombre de «buzón». Los astronautas estaban salvados. De momento.

Sed y frío

Lo cierto es que enseguida, los tripulantes del Aquarius tuvieron que hacer frente a dos problemas más: la sed y el frío. El agua se producía en el módulo de comando como subproducto de la generacion eléctrica, pero no ocurría así en el módulo lunar. Por tanto, los astronautas tuvieron que racionar el agua a 0,2 litros diarios y por persona, y aprovechar hasta la útlima gota que quedó en el módulo de comando. En consecuencia, no sorprende que perdieran varios kilogramos en el espacio.

Además, tuvieron que restringir al mínimo el consumo de electricidad en el módulo lunar. Por eso, la temperatura se desplomó hasta unos tres grados en un habitáculo pequeño y oscurecido, apenas separado del espacio por unos cuantos milímetros de metal.

A pesar de los meticulosos cálculos, la nave se desvió de su trayectoria y al acercarse a la Tierra, los astronautas tuvieron que reajustar su velocidad y posición con el motor de descenso. La constelación de restos seguía pisándoles los talones, así que tuvieron que orientarse con la línea del terminador, la marca que delimita el día y la noche en la Tierra desde el espacio, y ajustar la posición de la nave activando los propulsores. Finalmente, pudieron desenganchar el módulo de servicio y observar los daños: efectivamente, una explosión había hecho saltar por los aires un depósito y un panel entero.

Ingenieros para un pequeño cálculo

En este momento, la nave estaba compuesta por el módulo de mando y el módulo lunar una configuración anómala que ponía las cosas difíciles en las proximidades de la Tierra. Ahora solo faltaba desenganchar el bote salvavidas de forma segura, pero hacerlo de la forma inadecuada habría puesto en peligro la reentrada. Por eso, todo un grupo de ingenieros de la Universidad de Toronto (Canadá) tuvo que calcular con precisión «astronáutica» la cantidad de aire expulsado para desenganchar ambas partes. Lo lograron y el módulo lunar se desintegró en la atmósfera mientras que el módulo de mando entró de forma adecuada.

Finalmente, Jim Lovell, Jack Swigert y Fred Haise reentraron en la atmósfera de la Tierra el 17 de abril, unos seis días después de su lanzamiento, tras días de tensión, incertidumbre… y sed. El módulo cayó a gran velocidad y la atmósfera comenzó a frenarlo y a generar una poderosa fricción. En una situación normal, la reentrada habría interrumpido las comunicaciones durante cuatro minutos, pero en aquel caso, los astronautas estuvieron ausentes durante seis.

Amerizaje del Apolo XIII, el 17 de abril, en el Pacífico Sur / NASA

Aquellos dos minutos debieron de ser terribles. ¿Y si después de toda aquella odisea los astronautas habían acabado volatilizados? Por suerte, no fue así, y se pudo recuperar contacto. El módulo de mando estaba flotando mansamente en el Pacífico Sur, con los paracaídas tendidos en el agua. Los tripulantes estaban a salvo.

Si nadie había seguido el lanzamiento ni la retransmisión en el espacio, en aquel momento había 40 millones de estadounidenses pegados a las televisiones. Cuatro buques soviéticos se encontraban en la zona para ayudar en el rescate y días antes el Papa Pablo VI había pedido rezar por los astronautas, ante una multitud de 10.000 personas.

La investigación posterior reveló que el accidente se produjo debido a fallos en un aislante en el depósito de oxígeno número dos, y se hicieron cambios en consonancia. Tiempo después, se rodó una película y varios documentales. Y ya en 1995, la adaptación de Ron Howard, protagonizada por Tom Hanks, Kevin Bacon, Bill Paxton y Ed Harris inmortalizó estos dramáticos sucesos. Lo hicieron con bastante precisión, pero acortaron la famosa frase y la dejaron en un «Houston, tenemos un problema». Por lo que parece, fue más de uno.

ABC