Envases biodegradables y sostenibles hechos de cáscaras de almendras y suero de queso

Utilizar subproductos de la industria alimentaria para desarrollar un recipiente compostable y con propiedades antibacterianas es una estrategia capaz de permitir una sustancial reducción de materiales no renovables en la confección de envases alimentarios.

Una bandeja de plástico (blanca) junto a una bandeja biodegradable desarrollada en el Proyecto Ypack (marrón). / César Hernández

Dos inconvenientes relacionados con los envases tradicionales son la producción de plásticos y el desperdicio de comida. Reducir ambos es el objetivo de la bioeconomía circular marcada por la Unión Europea (UE). Con esta idea en mente, en 2018 nacía el proyecto europeo Ypack que, a partir de suero de queso y cáscaras de almendras, comenzaba a desarrollar tres productos compostables: una bandeja y dos películas de contacto alimentario. Tras tres años de investigación y siete millones de euros en inversión, un equipo liderado por el Instituto de Agroquímica y tecnología de los Alimentos (IATA), dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en España, lograba crear un envase activo y biodegradable, capaz de desintegrarse en un plazo máximo de 90 días y de alargar la vida útil de algunos productos frescos hasta 48 días.

En octubre de 2020 se presentaban los resultados. Alcanzar la implementación industrial completa del envase representa un gran logro, tal como destaca José María Lagarón, investigador del IATA y coordinador del proyecto.

Con ello se daba un gran paso en la investigación y, al mismo tiempo, un gran salto en uno de los principales objetivos marcados por la Comisión Europea (CE): reducir la dependencia de envases no renovables. El principal motivo es que más del 80% de los residuos hallados en el mar son plásticos. Dentro de esta cifra, ocupan un papel clave los productos relacionados con la alimentación, como las bolsas de plástico, que tardan 20 años en descomponerse, o como las botellas que, en algunos casos, no llegan a desintegrarse nunca. El resultado es que cada persona podría ingerir de media entre 0,1 y 5 gramos de microplásticos cada semana a través de alimentos y bebidas.

Esta tendencia no solo se aleja del Plan de Acción de Economía Circular de la Unión Europea, cuya Directiva de julio de 2021 ya prohibía la venta de artículos de plástico de un solo uso (SUP, en inglés), sino que afecta a la salud. “Dada la posible exposición crónica a los microplásticos, los resultados plantean que su ingesta continuada podría alterar el equilibrio intestinal y, por tanto, el estado de salud”, recalca Victoria Moreno, investigadora del Instituto de Investigación en Ciencias de la Alimentación (CIAL), centro que depende del CSIC y de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM) en España.

Ante esta situación, la investigación aplicada trabaja desde hace tiempo en el desarrollo de alternativas biodegradables. “El envase ideal implica huellas de carbono e hídricas más bajas, es biodegradable, está diseñado ecológicamente, es seguro y tiene propiedades de conservación adecuadas para minimizar el desperdicio de alimentos”, explica Lagarón. Con esta premisa comenzaba el proyecto.

Para producir los envases ideados se optó por los polihidroxialcanoatos (PHAs), es decir, poliésteres producidos en la naturaleza por microorganismos. Así los nuevos recipientes serían compostables. Esto quiere decir que la degradación biológica del envase se produce en un tiempo controlado que, en este caso, es de un plazo máximo de 90 días tras desecharse. Todo ello es posible debido a que los investigadores decidieron incorporar a la fórmula el material sostenible poli (3-hidroxibutirato-co-3hidroxivalerato), un polímero conocido como PHBV que se produce a partir de suero de queso y se abarata con cáscaras de almendras.

Partiendo de residuos de frutos secos, un subproducto tóxico de la fabricación del queso y nanocelulosa, se empezaba a definir la composición del nuevo material. Sin embargo, la idea del proyecto no se limitaba a crear un envase pasivo que protegiera el alimento del medio exterior, sino que se buscaba un recipiente activo que participara en su conservación. Dos ingredientes son responsables de que se lograra este objetivo: óxido de zinc y aceite esencial de orégano. Su incorporación al polímero PHBV mostró efectos antimicrobianos a corto (15 días) y a medio plazo (hasta 48 días), frente a dos bacterias que pueden causar intoxicación alimentaria: Staphylococcus aureus (estafilococo dorado) y Escherichia coli. La primera contribuye a infecciones que van desde abscesos en la piel hasta el síndrome de shock tóxico, y la segunda causa cólicos abdominales, diarrea y vómitos.

Se conseguía así alargar la vida útil de alimentos como pepinos, carne y pasta fresca. Además, “la fórmula para combatir los microorganismos perjudiciales puede usarse para productos en los que el paquete se abre y cierra varias veces, por ejemplo, en el caso de las rebanadas de pan o lonchas de jamón”, añade.

En mayo de 2020 se presentaban tres productos biodegradables para el envasado de alimentos: una bandeja y dos películas de contacto alimentario de alta barrera al oxígeno, una de ellas con propiedades activas antioxidantes y antimicrobianas. A pesar de ello, desde el comienzo del proyecto los investigadores se plantearon dos preguntas que pasarían a formar parte del trabajo como fases: ¿cómo respondería el consumidor final? y ¿es posible producir los envases a escala industrial?

La primera pregunta se resolvió con un estudio de mercado en el que participaron 7.000 consumidores de siete países (Dinamarca, Francia, Hungría, Países Bajos, Portugal, España y Turquía). El nuevo envase gustó, los usuarios valoraron muy positivamente las nuevas tecnologías de envasado y ninguno rechazó el uso de subproductos provenientes de frutos secos o queso. Su color terrizo y tacto microgranulado recuerda a los primeros papeles reciclados: renovables, biodegradables y funcionales. Como apunta el investigador, “los envases transmiten una idea de procedencia natural que agrada al consumidor”.

A la segunda cuestión contesta Lagarón, quien señala que “tras gestionar 5 toneladas de biopolímeros, se logró hallar un modo idóneo de ampliar la producción industrial de dos de los productos. A pesar de cumplir con el espíritu de la Directiva de la UE, no se amplió la producción de la película activa debido a las barreras legislativas. El proyecto terminaría dejando una tarea pendiente: combinar las necesidades del mercado, las regulaciones de la UE y el desarrollo de materiales innovadores para embalaje.

Actualmente “no existe una estructura armonizada a nivel europeo de compostaje para envases hechos con biopolímeros”. A pesar de ello, dos de los tres productos desarrollados están preparados para llegar al mercado, “ahora faltaría el interés industrial en la comercialización de la tecnología”.

El 49% de la basura marina corresponde a plásticos de un solo uso. Aunque los usamos durante un tiempo muy breve, pueden tardar de cuatrocientos a mil años en desintegrarse. En ese proceso es cuando se generan los 51.000 millones de microplásticos (partículas inferiores a 5 milímetros) presentes en los océanos. La consecuencia es que los seres humanos podemos ingerir una media semanal de hasta 5 gramos de tales partículas, lo que repercute negativamente en la salud intestinal. Un ejemplo es el microplástico PET (tereftalato de polietileno), que disminuye la cantidad de bacterias beneficiosas e incrementa la de grupos microbianos relacionados con una actividad patógena.

“Los microplásticos no son un conjunto homogéneo, sino que presentan diferentes tamaños, aditivos y/o contaminantes. Aunque esto dificulta conocer sus biotransformaciones en el tracto gastrointestinal, es necesario saber el destino de estos materiales en el organismo y sus consecuencias”, señala Victoria Moreno, investigadora del CIAL que lidera el estudio.

Este trabajo, realizado dentro del proyecto europeo PlasticsFatE, ha logrado simular cómo digerimos los microplásticos mediante una especie de estómago artificial. “Mediante el modelo in vitro de digestión gastrointestinal pudimos albergar la microbiota colónica humana durante la intervención con microplásticos”, añade Moreno. Como resultado, otro hallazgo: es la primera vez que se observa que estas partículas pueden sufrir biotransformaciones y llegar al colon con una estructura diferente a la original.

NCYT