El valor de la curiosidad

Muchos atribuyen a la falta de cultura científica el que haya amplios sectores de la población que no aceptan que el clima esté cambiando y que ese fenómeno tenga su origen en la actividad humana. Creen, en consecuencia, que proporcionando una buena educación científica el cambio climático acabará siendo aceptado como un hecho real. Las cosas, como en tantas ocasiones, no parecen ser tan sencillas.

El psicólogo de la Universidad de Bristol (Reino Unido) Stephan Lewandosky ha observado que la actitud de una persona para con el cambio climático depende más de factores emocionales ligados a la ideología que de elementos racionales. Y Dan Kahan -psicólogo también, pero de la Universidad de Yale (EEUU)- ha comprobado que cuanto mayor es el conocimiento científico de una persona más firme es la postura, sea a favor o sea en contra, que mantiene en esa controversia. De hecho, quienes saben manejar información científica suelen elaborar buenos argumentos a favor de sus ideas, a la vez que ignoran los contrarios. Al parecer, la culpa la tiene el llamado “razonamiento motivado”, fenómeno que está en la base de las paradojas que consisten en ignorar las pruebas que respaldan hechos contrastados, mientras se asumen como tales datos anecdóticos que respaldan la posición que mejor se acomoda a nuestros deseos y visión de la realidad.

El razonamiento motivado surte unos efectos tan poderosos que personas capaces de interpretar correctamente información estadística compleja sobre cuestiones variadas, pierden tal capacidad cuando lo que han de considerar son hechos o datos con implicaciones ideológicas. Si a las consecuencias del razonamiento motivado añadimos la influencia de las redes sociales de internet, por la ausencia de filtros de calidad al flujo de información y por su efecto de caja de resonancia de las ideas con las que más nos identificamos, la receta de la posverdad está servida.

En los ejemplos anteriores me he referido a sesgos característicos de perfiles ideológicos conservadores. Pero quienes se consideran a sí mismos progresistas tampoco están a salvo de los efectos del razonamiento motivado. Muchos lo ponen en práctica, por ejemplo, a la hora de evaluar cuestiones tales como los (supuestos) efectos sobre la salud de las radiaciones electromagnéticas de telefonía móvil o redes wi-fi, o los de las plantas transgénicas y del consumo de alimentos procedentes de esas plantas. Y además de las de carácter político, también hay motivaciones ideológicas con otras bases, por supuesto, como la religiosa.

Es fácil caer en la tentación fatalista y aceptar que es inevitable sufrir las consecuencias del razonamiento motivado y, por lo tanto, que estamos condenados, en un futuro de duración incierta, a convivir con la posverdad. Pero eso sería socialmente suicida, pues solo debates basados en datos contrastados pueden ser verdaderamente democráticos y útiles, condición necesaria para el progreso social. La clave está, quizás, en la formación que se dé a los niños y niñas de hoy y de mañana, una formación que debería servir para hacerlos más conscientes del peligro que entraña una comunicación de masas sin mediaciones, de la influencia de los sesgos, y del efecto de las emociones en nuestra capacidad para aprehender la realidad.

En medio de ese panorama, Dan Kahan también ha observado algo alentador: que las personas con curiosidad científica, sea cual sea su orientación ideológica, tienden a aceptar con facilidad hechos contrastados y, lo que es más importante, están más dispuestas a recurrir a fuentes diversas para informarse. El psicólogo norteamericano cree, por ello, que una clave para superar la posverdad puede radicar, precisamente, en la capacidad para cultivar la curiosidad en las generaciones más jóvenes.

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