Conozca a los buzos que intentan averiguar la profundidad a la que puede llegar el ser humano

Averiguar cómo puede soportar el cuerpo humano la presión bajo el agua es un problema desde hace más de un siglo, pero un grupo de buceadores está experimentando con hidrógeno para averiguarlo.

Doscientos treinta metros dentro de una de las cuevas submarinas más profundas de la Tierra, Richard Harris –”Harry”– sabía que un poco más adelante había una caída de 15 metros hacia un lugar que ningún ser humano había visto antes.

Llegar hasta allí había costado dos helicópteros, tres semanas de inmersiones de prueba, dos toneladas de equipo y un duro trabajo para superar un número inesperado de problemas técnicos. Pero en ese momento, Harris se sintió hipnotizado por lo que tenía ante sí: la inmensidad negra de lo desconocido.

Mirándolo fijamente, sintió la atracción familiar: tal vez podría ir un poco más lejos. En lugar de eso, miró a su compañero de inmersión, Craig Challen, que flotaba a unos metros a su derecha. Ambos llevaban años buceando en cuevas cada vez más peligrosas y sin sondear, lo que los convertía en dos de las pocas personas con las habilidades necesarias para ayudar en el rescate del equipo de fútbol tailandés que quedó atrapado en una de ellas en 2018. Conocían bien el riesgo extremo, y el uno al otro. Incluso a través de las gafas y la boquilla del aparato de respiración, sus cuatro gruesas mangueras enroscándose alrededor de su cara como colmillos de mamut, Harris podía ver que Challen sentía lo mismo. Ambos deseaban con todas sus fuerzas adentrarse en la oscuridad.

En lugar de ello, Harris indicó que dieran media vuelta. No estaban allí para superar los 245 metros, profundidad que habían alcanzado tres años antes. Tampoco estaban allí para batir un récord de profundidad, lo que supondría superar los 308 metros. Estaban allí para probar algo que creían que podría ser clave para alcanzar profundidades superiores, incluso a los 310 metros: respirar hidrógeno.

El problema existe desde hace más de un siglo: ¿cómo puede un cuerpo humano soportar una presión submarina que supere con creces su umbral natural? Las unidades navales y las compañías petrolíferas de alta mar de todo el mundo llevan mucho tiempo empeñadas en averiguarlo para obtener poder y beneficios, y en los años 70 y 80 sus investigaciones empezaron a filtrarse al ámbito civil, donde la gente ponía a prueba los límites de su propia curiosidad.

En 2023, Richard Harris realizó una inmersión experimental para determinar si el hidrógeno podía permitir la exploración a mayores profundidades. / Cortesía de Richard Harris

Entre ellos se encontraban personas como Sheck Exley, profesor de matemáticas de un instituto de Live Oak (Florida). Exley se convirtió en un icono internacional de la comunidad de submarinistas por sus inmersiones récord, superando en algunos casos los límites de los profesionales militares y comerciales. Llevaba buceando en las cuevas submarinas del norte de Florida desde que era un adolescente -en 1972, a los 23 años, fue la primera persona del mundo en registrar 1.000 inmersiones en cuevas– y explorarlas fue lo que le empujó a ‘profundizar’ más. Estaba enganchado desde su primera inmersión en una cueva de Crystal River, Florida, en 1966. “Me adentré en la caverna, mis ojos se adaptaron y nadé un poco más, escudriñando en la oscuridad”, declaró a AquaCorps, una revista para submarinistas, en 1992. “Supongo que desde entonces no he dejado de mirar hacia la oscuridad”.

A unos 40 metros, respirar la mezcla de gases que llamamos aire -78% de nitrógeno, 21% de oxígeno y 1% de gases traza- provoca narcosis por gases inertes, o “efecto martini”, llamado así por el estado incapacitante que induce. Un poco más abajo, el oxígeno se vuelve tóxico. Durante años, las armadas estadounidense y británica habían utilizado helio para diluir el oxígeno y el nitrógeno en el tanque de un buzo como medio para contrarrestar estos dos problemas, pero pocas personas ajenas a la industria lo sabían. En 1981, después de que el espeleobuceador alemán Jochen Hasenmayer alcanzara los 143 metros utilizando una mezcla de helio, Exley empezó a utilizarla también, a pesar de saber que sólo unos años antes dos submarinistas de Florida habían experimentado con la mezcla y habían muerto.

Los buceadores que se sumergen a más de 40 metros no suelen utilizar una proporción de gas constante: van alternando mezclas de nitrógeno, oxígeno y helio a medida que descienden y ascienden, modificándolas en función del lugar, la temperatura del agua, la tolerancia neurológica a la narcosis y muchas otras variables. Las tablas de descompresión, que establecen diferentes mezclas de gases y la cantidad de tiempo que se debe pasar respirándolas, proporcionan una hoja de ruta precisa para este proceso, muy necesario, ya que ascender demasiado rápido libera los gases acumulados en la sangre y los tejidos de un buceador de la misma forma que desenroscar el tapón de una botella de refresco libera burbujas, lo que provoca el doloroso y debilitante síndrome descompresivo. Sin las tablas, ascender desde grandes profundidades era demasiado arriesgado. Pero generarlas requería tecnología de alto nivel y archivos de datos inaccesibles para la mayoría de la gente.

Exley consiguió convencer a un amigo que trabajaba en el buceo comercial para que le diera una tabla de muestra, que utilizó para extrapolar más allá de los 121 metros, calculándolo todo en su ordenador. En 1987, guiado por esta información, utilizó helio para romper con éxito la barrera de los 200 metros de inmersión en Nacimiento Mante (México), un descenso de 24 minutos que le obligó a permanecer bajo el agua durante 11,5 horas para descomprimirse. Durante ese tiempo, sintió que se debilitaba peligrosamente. Su nivel de azúcar en sangre bajó, el frío se filtró en sus extremidades y sus manos y cara expuestas empezaron a arrugarse, a ponerse en carne viva y a descamarse. “En aquel momento sentí que podía haberme sumergido más”, declaró a la revista InDepth aquel año. “Pero sabía que había alcanzado mis límites de descompresión”.

En 1988, Exley batió su propio récord, alcanzando los 237 metros utilizando una tabla más precisa generada por el fisiólogo Bill Hamilton. Conocido entre los submarinistas como “El Príncipe de los Gases”, Hamilton había participado en algunos de los primeros trabajos sobre descompresión más allá de los 200 metros.

Había ayudado a desarrollar un programa informático que generaba tablas extremadamente precisas calibradas para cualquier número de parámetros, que creó para empresas de buceo comercial y armadas de todo el mundo. “Gracias a ellos, disponía de cantidades asombrosas de datos”, afirma Bill Stone, ingeniero aeroespacial y buceador de cuevas que construyó y vendió uno de los primeros rebreathers, un tipo de aparato respiratorio que recicla el aire exhalado eliminando el dióxido de carbono. “Procesó todo eso y desarrolló modelos estocásticos que calculaban dónde se podía ganar velocidad en la descompresión y no hacerse daño”. En los años 80, Hamilton dio el paso sin precedentes de crear tablas personalizadas para personas que no eran buceadores comerciales o militares, lo que le granjeó para siempre el cariño de la comunidad de buceadores.

Pero en 1994, Exley murió al intentar llegar al fondo del sumidero del Zacatón, en México, a 332 metros de profundidad –llegó a 270 metros–. Un factor probable fue el síndrome nervioso de alta presión (HPNS), una afección neurológica que implica temblores incontrolables provocados cuando un buceador desciende demasiado rápido a alta presión por encima de los 150 metros. Añadir nitrógeno a la mezcla de helio y oxígeno podría ayudar: los efectos narcóticos del nitrógeno podrían atenuar los síntomas. Pero a esa profundidad, añadir más nitrógeno dificultaría la respiración debido a la densidad del gas, y la narcosis sería debilitante.

Los submarinistas superaron el récord de Exley a 250 y 300 metros, aguantando los síntomas del HPNS. Pero a tales profundidades, el helio se vuelve demasiado pesado para que el cuerpo humano pueda procesarlo. “A medida que se baja, por cada 10 metros se obtiene una atmósfera extra de presión, de modo que una vez que llegamos a esos 250 metros de profundidad, son 26 atmósferas”, me dijo Challen, compañero de inmersión de Harris. “Se convierte en un problema físico meter y sacar el gas de los pulmones”. Para paliar este problema, los buceadores necesitarían respirar algo más ligero que el helio.

“Y sólo tenemos un gas más ligero para usar”, explica Challen. “Después del hidrógeno, ya no hay nada”.

Lo que se conoció como el Grupo de Trabajo H2 empezó como un “experimento mental”, según Michael Menduno, buceador veterano y redactor jefe de la revista InDepth, que reunió a todos en colaboración con John Clarke, antiguo director científico de la Unidad de Buceo Experimental de la Marina estadounidense. También era una forma de socializar como saben hacerlo los científicos, ingenieros y manitas: discutiendo sobre cómo hacer que algo funcione.

La idea del grupo de trabajo surgió en 2020, cuando Menduno, mientras investigaba un artículo sobre inmersiones profundas más allá de los 250 metros, llegó a la conclusión de que el mundo del buceo había llegado a su límite con el helio. El propio Exley había señalado lo que consideraba el siguiente paso para alcanzar profundidades sin precedentes: “Por lo que he estado aprendiendo, parece haber un potencial real para el hidreliox“, es decir, una mezcla de oxígeno, helio e hidrógeno. Sin embargo, “nadie ha estudiado su uso para inmersiones profundas de rebote“, dijo a Menduno en una entrevista en 1992, refiriéndose a inmersiones sin el uso de una cámara para ayudar al buceador a alcanzar un punto seguro de saturación de gas antes de aventurarse en el agua.

Cuando el grupo de trabajo se formó ese año, al principio de la pandemia, Menduno estaba familiarizado con intentos anteriores de utilizar hidrógeno. En los años 90 había viajado a Francia para ver cómo un equipo de médicos, ingenieros, científicos y buceadores de prueba de la Compagnie Maritime d’Expertises (Comex), una empresa con sede en Marsella dedicada a sistemas y equipos de buceo profundo intentaba superar los 701 metros en una cámara hiperbárica bombeada con una mezcla de gas hidrógeno. (Requirió 15 días de compresión y 23 de descompresión.) Se trataba de Hydra 10, parte de una serie de experimentos con hidrógeno. Después de Hydra 12, en 1996, el proyecto abandonó por completo el hidrógeno. Las empresas se volcaron en los vehículos submarinos tripulados y el buceo de saturación, es decir, permanecer a profundidades extremas el tiempo suficiente para que el gas inerte se disuelva completamente en la sangre del submarinista, lo que sólo es posible con una cámara. En el submarinismo comercial no hay poesía ni sentido del humor, sólo se busca la eficacia”, afirma Jean-Pierre Imbert, que trabajó en el proyecto Hydra e invitó a Menduno a observar los experimentos en los años 90. “A 40 metros, la mezcla de gases que utilizamos en el submarinismo se disuelve en la sangre”, explica.

A 40 metros, la mezcla de gases que llamamos aire se vuelve incapacitante. Un poco más profundo y el oxígeno se vuelve tóxico.

En 2012, basándose en el trabajo de Comex, un equipo de buceadores suecos, llamado Proyecto Hydrox, había respirado con éxito una mezcla de hidrógeno y oxígeno durante cinco minutos a 40 metros. Dudaron en compartir la información, preocupados de que personas sin los conocimientos necesarios pudieran hacer el intento por su cuenta y riesgo. “No publicamos ni contamos demasiado sobre cómo lo hicimos, porque creemos que hay que entenderlo bien. Si lo haces mal, fracasarás estrepitosamente”, dijo más tarde el ingeniero de buceo Åke Larsson, uno de los miembros del Proyecto Hydrox. “No es ingeniería espacial. Si haces los deberes, no es complicado. Pero hay que hacerlo bien”.

Esa era la historia que tenían en mente Menduno y Clarke cuando empezaron a llamar a expertos en la materia para discutir si sería posible que un buceador fuera de una cámara descendiera más allá de 200 metros respirando hidrógeno. Cada miembro era experto en un aspecto distinto de la inmersión: la mecánica del equipo de respiración, el cálculo de las mezclas de gases, los problemas fisiológicos que debían superar los buceadores para hacer frente al frío y la presión. Al final de la primera reunión, se les habían ocurrido tantos problemas potenciales que crearon lo que llamaron un “árbol de retos” para organizarlos; los miembros gravitaban hacia sus áreas de especialización y volvían para presentar posibles soluciones al grupo de trabajo.

Challen ayuda a Harris a prepararse en 2020; delante hay dos rebreathers Megalodon, uno con una mezcla de oxígeno-helio-hidrógeno y el otro con la mezcla estándar de oxígeno-helio-nitrógeno. / Simon Mitchell

Harris se unió al grupo de trabajo por invitación de Menduno. El equipo de buceadores del que formaba parte, los Wetmules, había alcanzado los 245 metros en el Manantial del río Pearse, en Nueva Zelanda, pero la gran cueva de la que nace el curso de agua seguía extendiéndose y querían cartografiarla. Sabían que el helio no les permitiría superar los 300 metros, pero el hidrógeno les ponía los pelos de punta. “No quiero ser el famoso conejillo de indias que reventó bajo el agua después de cambiar a hidrógeno. Así que estaría bien que pudiéramos solucionarlo”, comentó en la primera reunión del grupo de trabajo.

Como demostró el desastre del Hindenburg, el hidrógeno es muy inflamable. Una chispa cientos de veces más pequeña que la mínima cantidad de electricidad estática que se puede sentir en la yema del dedo bastaría para prenderlo. E incluso si esa chispa no provocara una explosión, podría incendiar el gas. “Si respiras esa mezcla cuando está ardiendo, va a ser una inmersión muy desagradable”, explicó Clarke al grupo.

David Doolette, fisiólogo investigador de la Unidad de Buceo Experimental de la Marina de los EE UU que había buceado en el Manantial del Pearse en los años 90, se mostraba escéptico, pero se consideraba “dihidrógeno-curioso”, en alusión a la estructura molecular del gas. Por un lado, sus propiedades térmicas hacen que los buceadores corran el riesgo de sufrir hipotermia. “Va a absorber el calor de tu cuerpo hasta un nivel peligroso”, según compartió con el grupo de trabajo. Y no había datos disponibles para calcular los tiempos de descompresión adecuados. “Va a ser un reto hacer los cálculos de descompresión. Bueno, no un reto… en sí es fácil. Es un reto hacerlos bien para que sea seguro bucear”.

 

Harris comienza la primera inmersión con rebreather de hidrógeno de la que se tiene constancia, en el Manantial del Pearse, Nueva Zelanda, en 2023. / Simon Mitchell

Otros compartían su escepticismo. A Nuno Gomes, antiguo buceador de cuevas poseedor del récord mundial, le preocupaba especialmente la descompresión. “Creo que, si vamos a seguir adelante con esto, tendremos que avanzar poco a poco”, expuso ante el grupo de trabajo. “Empezar con inmersiones poco profundas y progresar a inmersiones cada vez más profundas”. Pero según Doolette y Stone, el ingeniero aeroespacial, pronto quedó claro que Harris ya había decidido probar el hidrógeno en el Manantial del Pearse. En una conferencia celebrada en Australia en 2022, cuando los miembros del Grupo de Trabajo H2 se reunieron para hablar en persona, Imbert dijo que ir más allá del 3,5% de hidrógeno probablemente desencadenaría una detonación.

“Harry asintió y dijo: ‘Bueno, no creo que eso sea cierto'”, me dijo Stone. Imbert le preguntó cómo podía demostrarlo. “Harry dijo: ‘Bueno, la semana pasada probé con un 7% en mi piscina‘. Todo el mundo se animó”.

Harris había pedido que le enviaran un bidón de hidrógeno a su casa de las afueras de Adelaida y, como explicó más tarde, “decidió jugar un poco con él”. Preparó su rebreather para el hidrógeno y lo metió en la piscina de su patio trasero, con la esperanza de contener cualquier posible explosión. Llenó el rebreather de hidrógeno y luego, alejándose de la piscina, empezó a introducir oxígeno. (Su perro observaba desde fuera de la valla de la piscina; su mujer estaba fuera).

Cuando no explotó nada, empezó a ajustar la proporción de oxígeno e hidrógeno, adquiriendo la confianza suficiente para intentar utilizar el rebreather él mismo. Su primer sorbo, me dijo más tarde, fue ligero, resbaladizo y frío. Era casi deliciosamente fácil respirar. “La voz del hidrógeno es mucho más tonta que la del helio”, me dijo. “Y me alegré de que la casa y el perro estuvieran intactos”.

Los demás estaban asombrados. Algunos, perturbados. “Cada uno tiene que tomar esta decisión por sí mismo”, me dijo Stone. “El Manantial del Pearse no es un lugar para experimentar. Cuando entras allí, debes utilizar el equipo y las técnicas que sabes que van a funcionar a esa profundidad. No quieres hacer experimentos fisiológicos a 300 metros de profundidad. Eso es lo que mató a todos los otros buceadores que fueron más allá de 200 metros de profundidad. Así que mi consejo a Harry y a cualquiera que quiera jugar a este juego es el mismo que le di a Exley: háganlo en una cámara. Simúlenlo primero”.

“El grupo estaba como dividido”, me explicó Menduno. “Es decir, todos apoyaban a Harry, pero había algunas personas que pensaban ‘te vas a matar’. Algunos estaban disgustados y preocupados porque su amigo iba a hacerlo y podía morir”.

Al doblar la primera esquina del Manantial del Pearse, la luz desaparece, como si las oscuras paredes, de mármol negro estriado con vetas de cuarzo gris, la hubieran absorbido. A veces, la cueva se estrecha tanto que, de pie, se podría tocar el techo. En otras partes, se abre en enormes cámaras. En un punto, las paredes se erizan de dedos dentados de roca. Otras partes de la cueva, más profundas, son lisas y casi perfectamente redondeadas, sólo interrumpidas por oscuras fisuras que conducen a túneles inexplorados.

A medida que se descubre cada sección de la cueva, recibe un nombre. Al descender en febrero de 2023, Harris y Challen pasaron por la Media Luna de las Pesadillas, el Dobla-agujas, el Lanza-gárgaras, la Cornisa de la Tejedora, la Gran Sala y, por último, la Salida de Brooklyn. El agua estaba a 6 °C y perfectamente clara. Aparte de los breves silbidos y chasquidos de los rebreathers (el crujido del solenoide al dispararse, el suspiro de los gases al ser bombeados a través del tubo) reinaba un silencio de otro mundo.

A los 120 metros, la cueva se abre a una meseta que se precipita en un abismo. “En ese punto es como estar en un precipicio“, me dijo Harris. “Y parece como si realmente estuvieras empezando el viaje”.

El abismo te lleva 50 metros hacia abajo a través de un túnel vertical. A los 170 metros, Harris podía rastrear dónde estaba en el mapa de su cabeza, siguiendo formaciones rocosas familiares. Querían conservar su energía y evitar la acumulación de dióxido de carbono en las articulaciones, así que limitaron sus movimientos, apoyándose en patinetes subacuáticos para desplazarse. Se ataron lentamente en distintos puntos del descenso, sorteando las cuerdas dejadas por inmersiones anteriores, algunas de las cuales habían sido instaladas por Doolette 20 años antes.

A 230 metros, Harris había hecho algo que nadie había hecho antes: nadar libremente hasta profundidades inimaginables y respirar hidrógeno.

Harris recuerda que, aunque su mente estaba absorta en su estricto plan, hipervigilante ante cualquier ruido extraño de su rebreather que pudiera significar un fracaso, se tomó un momento para hacer una pausa, pensando: “¿Y si nunca volviera a ver esto?”.

A 200 metros, Harris introdujo el hidrógeno. Durante los 30 metros siguientes midió la reacción de su cuerpo. Estaba tranquilo, lúcido, pero aún más, notó que los ligeros temblores en las manos que solía tener a esta profundidad, un signo temprano del síndrome nervioso de alta presión, habían desaparecido. Miró a Challen, que estaba utilizando helio, mientras ataba la cuerda: las manos de su compañero de inmersión tenían un temblor visible.

A 230 metros, Harris había hecho algo que nadie había hecho antes -nadar libremente hasta esas profundidades inimaginables y respirar hidrógeno-, pero sus ojos estaban fijos un poco más allá, en la caída inexplorada a sólo 15 metros de distancia. “Mentiría si no dijera que sueño con bajar ahí”, declaró más tarde en Malta.

Los obsesionados por aprender cómo someter el cuerpo humano a increíbles cantidades de presión forman una comunidad relativamente pequeña; en su mayor parte, todos están a un grado de separación de los demás. Clarke, el científico de la Marina, y Susan Kayar, fisióloga y experta en descompresión que también formaba parte del Grupo de Trabajo H2, habían trabajado en el Instituto de Investigación Médica de la Marina en los años noventa. Habían perdido el contacto, pero volvieron a conectar después de que ambos publicaran novelas que incluían una escena con una inmersión de hidrógeno: la de ella para una misión de rescate, la de él para recuperar un ovni que se había estrellado en el mar. “La de ella es más realista en ese sentido”, dice Clarke. “Hacía 30 años que no hablaba con Susan, y por fin nos enteramos: ¡Caramba, pensamos muy parecido!”.

Challen bajo el hábitat de siete metros erigido a poca distancia del ‘Creciente de las Pesadillas’, en el Manantial del Pearse. El hábitat cuenta con asientos para que los buzos puedan sentarse en un ambiente seco durante la parada final de descompresión.

Doolette, el fisiólogo investigador escéptico sobre el uso del hidrógeno, conoce a Harris desde hace más de 20 años, desde que Harris realizó el curso de cualificación en medicina del buceo de Doolette en Australia. Por aquel entonces, ambos trabajaban en la unidad médica hiperbárica del Hospital Real de Adelaida. Harris quería especializarse en espeleobuceo y Doolette era buceador técnico de cuevas desde hacía mucho tiempo.

Incluso antes de que el Grupo de Trabajo Hempezara a reunirse, Doolette sabía que Harris estaba pensando en bucear con hidrógeno. “Sabía que se estaban planeando cosas”, me dijo Doolette. “Probablemente fue una sorpresa para algunos del taller, pero no para mí… Sabía que no era algo teórico”.

Pero Doolette pensaba que probar el hidrógeno en una inmersión profunda en una cueva era demasiado arriesgado. “Hay toda una industria del hidrógeno, y su planteamiento consiste en impedir que el hidrógeno y el oxígeno se acerquen el uno al otro. Así que cuando hay que mezclarlos, ni siquiera existen procedimientos”, explica. “Desde luego, me pareció una temeridad“.

Stone también se mostró escéptico con la expedición: para cualquier inmersión a más de 200 metros, dijo, primero hay que probar el concepto. “Llevo mucho tiempo en esto y tengo muchos amigos muertos“, afirma.

“Estamos entrando en la zona en la que la robótica no es ciencia ficción”, continúa. “Es hardware, es software: lo estamos haciendo. ¿Es perfecto? No. Pero aún faltan un par de años. Estamos cerca de hacer inmersiones más largas que las inmersiones humanas más largas, y con un kilómetro de profundidad será mucho, mucho más allá incluso del buceo con hidrógeno”.

Como buceador, dice Doolette, entiende que se quiera ir donde nadie ha estado antes: “Los buceadores de cuevas y otras personas exploran por el placer de hacerlo. Eso no lo va a conseguir un robot“. El otro atractivo, dice, es el rompecabezas de averiguar adónde va la cueva y cómo seguirla. Y cuando por fin te metes en el agua, el resto del mundo se desvanece”.

Unas semanas después de la inmersión con hidrógeno, Harris hizo una presentación ante el Grupo de Trabajo H2, disculpándose por “escabullirse un poco”. Concluyó con una advertencia: n = 1. “Significa que ha tenido éxito una vez”, dijo. Cuando terminó el PowerPoint, el grupo aplaudió. “Sólo algo que puedes añadir a tu última diapositiva, Harry. La probabilidad de supervivencia es mayor que cero”, dijo Doolette.

Doolette se sintió aliviado cuando supo que Harris había logrado volver a la superficie. “Reconocí que era una inmersión bastante innovadora y trascendental”, me dijo. “No veo el propósito de profundizar por profundizar, pero si estás comprometido con un proyecto de exploración y éste implica bucear en cuevas en pos de la exploración y el descubrimiento, entonces lo haces”.

“Siempre existe la tentación de ir un poco más allá. Por eso hacemos estas cosas”, me dijo Challen. “Tenemos ese aspecto defectuoso en nuestro carácter que nos impulsa a seguir un poquito más”.

Samantha Schuyler es escritora, editora y verificadora de datos y vive en Nueva York.

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