Cómo despertar tu mente elástica

¿No acabas de encontrar la solución a un problema? ¿Te atascas con las situaciones nuevas? Deja de darle vueltas al coco y da rienda suelta a tu red neuronal por defecto. Para activarla, solo necesitas relajarte y… dejar de pensar.

“Empresa puntera busca profesional serio y responsable, lógico, centrado, con capacidad de análisis y amplio conocimiento del sector, acostumbrado a trabajar bajo presión, disponible veinticuatro horas al día y siete días a la semana”, lees el sábado por la mañana en las ofertas de empleo de la prensa. Y justo al lado: “Se busca empleado contradictorio y ambiguo, que se equivoque mucho y viole las normas convencionales, infantil, ilógico la mitad del tiempo, con alta capacidad de evasión, que dedique horas a pensar en las musarañas y olvide el teléfono móvil en casa”. El primer anuncio es más o menos estándar. El segundo, sin embargo, parece una oferta de empleo de chiste. Sin embargo, si Leonard Mlodinow tuviera que buscar un candidato para una empresa, se quedaría sin dudarlo con el segundo.

Hablamos de un prestigioso profesor del Instituto de Tecnología Caltech de California (EE. UU.), físico y matemático de formación. Hijo de supervivientes del Holocausto, desarrolló una teoría perturbacional en el campo de la mecánica cuántica, trabajó como guionista de La guerra de las galaxias y escribió el best seller científico Brevísima historia del tiempo, junto con Stephen Hawking. Su currículum hace sospechar que tendría razones sólidas para su elección. Y así es. Para Mlodinow, el comportamiento de los seres vivos se rige por tres estrategias. La más básica consiste en seguir un guion fijo, preestablecido por nuestra biología, sin pensar, como hacen un gusano o un ganso. Luego, está el pensamiento analítico, el racional, el que usan los leones acechando a su presa, el que los humanos potenciamos en los planes educativos, el que mide el coeficiente intelectual. Es lineal y jerárquico, porque traza un camino que lleva el punto A al punto E pasando por B, C y D. Funciona de maravilla cuando resolvemos un problema que ya hemos visto antes. Pero ¿qué pasa si hay elementos nuevos, circunstancias diferentes o un reto absolutamente atípico

Fructífera anarquía

Ahí es donde entra en juego nuestra tercera baza, lo que Mlodinow denomina pensamiento elástico, que va por otros derroteros. Usando un símil empresarial, podríamos decir que, cuando interviene el pensamiento analítico, la sesera funciona como una empresa jerarquizada en la que un CEO –la corteza prefrontal– ordena una secuencia de pasos a seguir para alcanzar un objetivo, en un proceso lineal. Pero si pensamos de manera elástica, se transforma en una holocracia: una empresa sin jefes. Y opera de abajo a arriba. Las neuronas se encienden en aparente desorden y bajo un fuerte influjo de los centros emocionales. Eso es positivo para Mlodinow porque “sin emociones no hay motivación, y sin motivación no hay decisiones”, justifica. “El enfoque analítico que llevamos tanto tiempo alabando en Occidente es un dios menor; nuestro verdadero Zeus es –o debería ser– el pensamiento elástico”, añade el físico norteamericano, que recopila todas sus ideas en el libro Elastic: Flexible Thinking in a Constantly Changing World (Penguin, 2018).

Como explica a MUY, ser mentalmente flexibles “es tener la capacidad de dejar ir tus ideas cómodas y acostumbrarte a la ambigüedad y la contradicción, es estar dispuesto a salirte de la mentalidad convencional, es reformular las preguntas que hacemos, es abrirse a nuevos paradigmas y apoyarse mucho más en la imaginación que en la lógica”. Va implícito a esta definición que también hay que “dar la bienvenida a la experimentación y ser tolerante con los fallos”.

Cómo funciona el pensamiento elástico lo comprobó hace dos siglos la novelista británica Mary W. Shelley en sus propias carnes. Estaba pasando el frío verano de 1816 con unos amigos a orillas de lago Lemán, en Suiza. Una noche se reunieron en torno a una hoguera para leer historias de fantasmas. Y de ahí salió una propuesta: inventar cada uno una historia de miedo. La noche siguiente todos habían cumplido y escrito la suya. Todos menos Mary. Se mortificó durante días, pero nada. Hasta que decidió darse un respiro y olvidarse de todo. Escribir no se le daba bien y punto. Se relajó y cerró los ojos. Fue lo mejor que pudo hacer. Porque darse el lujo de no pensar en nada durante unas horas obró el milagro. La historia de la criatura creada por Victor Frankenstein empezó a nacer sola. “Mi imaginación me poseía y me guiaba”, explicaba años después la novelista.

Lo que hizo fue poner en marcha la red neuronal por defecto, una pieza clave del pensamiento elástico identificada años después por la neurociencia. Solo aflora cuando el cerebro ejecutivo se calla durante un rato. Cuando no hay demandas cognitivas, concedemos un respiro a la sesera y esta lo aprovecha para algo más que controlar la respiración y el latido cardiaco: para conectar ideas y mezclar conceptos. Sin la censura del gran jefe. Pensamiento en silencio, lo llaman algunos científicos. Así, cada vez que parece que tu sesera está ociosa, en realidad, bulle de actividad. Ese frenesí neuronal se produce en las cortezas de asociación del encéfalo. Aproximadamente, tres cuartas partes de las neuronas humanas son asociativas, un porcentaje que supera al de cualquier otro animal. Podría decirse, entonces, que lo que nos hace ser la especie más lista es nuestra capacidad de asociar. De conectar la información que nos llega de los sentidos, las áreas motoras, los recuerdos y cualquier otro concepto que manejen las neuronas.

Creatividad por las nubes

Las neuronas de asociación trabajan siempre en segundo plano. Pero es solo cuando hacemos algo banal, como ducharnos, juguetear con el bolígrafo o pensar en las musarañas, cuando realmente lo dan todo. Y encontramos soluciones inesperadas a problemas difíciles. La moraleja, según Mlodinow, es que no hay nada tan creativo como no hacer nada. Por eso, el creciente abuso del teléfono móvil nos idiotiza. Si lo consultamos unas 85 veces al día, como afirman las últimas estimaciones, no dejamos tiempo para que la red neuronal por defecto trabaje. La adicción a la dichosa pantallita aniquila los momentos de asociación y creatividad. No cesan de llegarnos estímulos e información. Más incluso de los que somos capaces de procesar. Si Mary Shelley hubiese tenido un teléfono móvil a mano, dice Mlodinow, seguramente Frankenstein no se habría escrito jamás. “Resulta irónico, pero el avance tecnológico que ha hecho que el pensamiento elástico sea más necesario que nunca también hace que recurramos menos a él”, reflexiona el físico estadounidense. Apoltronarnos en lo que los psicólogos denominan la zona de confort es otro hábito contraproducente. Además de antinatural. La ciencia ha demostrado que los seres humanos somos neofílicos en esencia, es decir, “amamos lo nuevo, apreciamos la variedad y el descubrimiento”, nos explica Mlodinow. Exploramos otros mundos, incluso, si tenemos recursos de sobra en el nuestro. Porque, biológicamente, eso nos hace mucho más felices que acomodarnos en el sofá.

La aventura te llama

Que esto sea así tiene que ver con algo que nos ocurrió hace mucho tiempo, 135.000 años para ser exactos. Hubo algún evento catastrófico, posiblemente relacionado con cambios en el clima, que provocó sequías devastadoras en África. Y quedaron apenas seiscientos humanos, “en peligro de extinción”. En esas circunstancias, tener un espíritu aventurero suponía una gran ventaja. Porque había que emigrar para sobrevivir. Los cobardes que decidieron apalancarse y no correr riesgos no subsistieron. La selección natural favoreció a los que hicieron las maletas y buscaron qué había más allá del continente negro. Mucho más allá, porque hay restos de nuestros primeros antepasados hasta en China.

Si la hipótesis es cierta, debería tener consecuencias genéticas. Nuestra especie debería poseer, al menos, un gen que nos haga estar descontentos con el statu quo y buscar la novedad. Pues bien, ese gen existe. Es el que sintetiza el receptor de la dopamina D4 (DRD4), descubierto hace dos décadas. A él le debemos que sintamos un cosquilleo en el cerebro cuando leemos que se ha encontrado un nuevo planeta en otro sistema solar al que, sin embargo, sabemos que nunca viajaremos. Pero hasta en esto de la neofilia hay grados. La variante DRD4-7R es propia de la gente con alta tendencia a explorar, aunque esto suponga correr riesgos importantes. Se debe a que sus cuerpos responden débilmente a la dopamina. O lo que es lo mismo, necesitan más estímulos que la mayoría para sentirse satisfechos. Lo curioso es que, cuanto más nos alejamos de África, más porcentaje de la población lleva la variante DRD4-7R en su ADN.

Pero cómo afrontas los cambios no solo depende del nivel de neofilia escrito en tus genes. También cuenta tu estilo cognitivo. Es decir, qué tanto por ciento de pensamiento analítico y elástico sueles usar. En los expertos en cierta materia, la balanza está desequilibrada para el lado de la mente analítica, que se rige “por la primera ley del movimiento de Newton: una vez que ha escogido una dirección, tiende a mantenerse en ella, a no ser que una fuerza externa la golpee”, dice Mlodinow. Eso impide que afloren ideas imaginativas.

“Lo que sabemos puede constreñir lo que somos capaces de imaginar”, sentencia el investigador. Un especialista en videojuegos, por ejemplo, sabe que los jugones buscan un entretenimiento que no requiera actividad física. Sabe también que no quieren interactuar con el mundo real. Ansían sentarse y darle al mando, tan sencillo como eso. Sin embargo, hace unos años, unos tipos de una start-up llamada Niantic se saltaron todo eso a la torera. Inventaron Pokemon Go, un juego de realidad virtual que emplea la cámara del teléfono para capturar criaturas digitales en escenarios reales. En dos días, ya se extendía como la pólvora.

Y, en sus primeros seis meses de existencia, más de seis millones de personas se habían descargado la app. Lo que generó beneficios millonarios. Lo que hicieron los de Niantic es la receta del éxito. Se puede tener un profundo conocimiento de las cosas, sí. No hace falta renegar de la experiencia. Pero la clave es estar siempre abiertos a lo nuevo. La buena noticia es que el pensamiento elástico se puede entrenar. Urge hacerlo, dado que vivimos una época de cambios rápidos y continua adaptación. Nadamos en océanos de novedades, a un ritmo frenético, en contacto con cientos o miles de personas a la vez. Y solo la creatividad nos hará salir a flote con éxito.

Además, no hay que irse muy lejos a buscar esa originalidad. La llevamos dentro. Imagina la siguiente situación. Estás haciendo obras en casa. Y ha llegado el momento de poner la pared del cuarto de baño. ¿Cómo la decoras? Ante esa pregunta, arranca una tormenta de ideas. Miles de posibilidades se agolpan en tu cabeza, sin que te des cuenta. Tu mollera es práctica y descarta la ocurrencia de pintarla con acuarela, forrarla con pósteres de tus músicos favoritos o usar un papel fucsia con lunares verdes. Ni siquiera llegas a oír con tu cerebro consciente ninguna de esas propuestas aparentemente inútiles. Tu corteza prefrontal lateral, que es sensata a más no poder, ha decidido que no funcionarían y las ha filtrado. Solo deja pasar al plano consciente los azulejos. A lo sumo, ladrillos vistos.

En el país de las maravillas

“Una de las razones por la que los niños son pensadores elásticos es que aún no han absorbido del todo la influencia de la cultura, ni tampoco tienen el filtro de una larga experiencia”, apunta Mlodinow. Encima, como la corteza prefrontal es la última estructura del cerebro en madurar, el rudimentario filtro mental infantil tiene manga ancha. Por eso, cuando eres crío, todo vale. En el caso del baño, hasta forrar la pared con libros de cuentos para poder leerlos mientras te das una ducha. O revestirla de chucherías, chocolatinas y galletas. Conclusión: para tener ideas realmente originales, habría que parecerse un poco más a los niños. Dejar fluir todos los pensamientos, sin censura, y luego pararse a seleccionar conscientemente las propuestas que nos parecen válidas y llevarlas a cabo con el cerebro analítico. No es imposible. “Al crecer, el espíritu infantil no desaparece, solo es más difícil invocarlo, porque hay un adulto censor racional poniéndole una mordaza”, subraya Mlodinow. Ese adulto censor no es otro que la corteza lateral prefrontal de la que hablábamos.

Siguiendo el hilo de este razonamiento, la mejor forma de avivar el pensamiento elástico sería apagar temporalmente este filtro, ¿verdad? La experiencia de muchos músicos y artistas demuestra, por ejemplo, que la marihuana es un buen narcótico para lograrlo. Quienes la consumen aseguran que hace aflorar en su mente revelaciones vitales e ideas más originales. Tiene sentido, porque su principio activo, el THC, suprime la acción de los lóbulos frontales. Algo parecido pasa con el LSD, el alcohol y la ayahuasca que consumen los nativos del Amazonas. Aunque son drogas que, huelga decirlo, tienen indeseables efectos secundarios. La única esperanza es que, si se logra comprender sus mecanismos de acción a nivel cerebral –sobre todo, de la ayahuasca– y se emulan en una píldora artificial inocua, en el futuro, podríamos tener en el mercado la “pastilla del pensamiento elástico”. “No está muy lejos”, vaticina nuestro entrevistado.

Mientras llega ese momento, nos propone otras alternativas sencillas e inocuas. Tener en la mente algo tan trivial como la lista de la compra, por ejemplo, bloquea el pensamiento elástico, así que conviene anotarlo todo para dejar el cerebro limpio. Pasar un buen rato dejando que el agua de la ducha caiga sobre tu cuerpo es creatividad a flor de piel. Mirar por la ventana cómo pasan las nubes en mitad de una reunión de trabajo no es escaquearse, no: es dar rienda suelta a la red neuronal por defecto para volver a poner los pies en el suelo con ideas frescas. Hasta la pecaminosa procrastinación –dejar para mañana lo que perfectamente podrías hacer hoy mismo– puede ser un bálsamo para la mente elástica.

Muy Interesante